Ecoanimal – Marta Tafalla

La catástrofe ecológica es el problema más grave que ha tenido que afrontar nunca la humanidad. Además de estudiarlo desde las ciencias naturales, la ética y la política, necesitamos también examinarlo desde la estética, porque nuestra relación con la naturaleza y los otros animales está mediada por la belleza o el misterio que admiramos en bosques, desiertos y océanos. Sin embargo, nuestra civilización nos ha educado en una estética superficial que concibe la naturaleza como un simple decorado que adorna las historias humanas y los otros animales como meros ornamentos exhibidos en jaulas o acuarios, y así nos encierra en la burbuja antropocéntrica y nos desvincula de la realidad. Necesitamos una estética de la naturaleza basada en el conocimiento científico, en la percepción plurisensorial, en la capacidad para apreciar lo diferente de nosotros y en la actitud crítica. Y la necesitamos con urgencia: quien no sabe admirar la belleza de una familia de lobos salvajes en libertad, quien nunca se ha parado a contemplar las aves, los reptiles, los insectos o las “malas hierbas” con los que comparte su barrio, quien ni siquiera sabe lo que es un chorlitejo patinegro o un pinsapo, ¿los echará de menos si los extinguimos? Apreciar la belleza natural nos revelará la gravedad del ecocidio, del exterminio global que estamos cometiendo, y nos mostrará también los fabulosos viajes de descubrimiento y placer que podríamos disfrutar en una naturaleza recuperada como hogar. Necesitamos una estética ecologista y animalista, que nos reconcilie con la Tierra y los animales que la habitan.

Alguns fragments del llibre:

“….
Cuando no somos capaces de apreciar la belleza natural, es más fácil que la destruyamos. Después también nos será más fácil olvidar que existió. Si los seres humanos no saben apreciar la naturaleza tampoco sabrán protegerla, y por tanto, la estética tiene un papel más relevante de lo que a veces creemos.

Las tres grandes religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo e islamismo, nos cuentan el origen de la humanidad con el relato de Adán y Eva, y a partir de ese mito, y alrededor de la tentación, la manzana y el pecado original, se construye todo un discurso moral y religioso que perfila la sexualidad y los roles asignados a hombres y mujeres desde la perspectiva de la culpa.

El planteamiento que se impone a través de estas religiones es que el ser humano está compuesto, como toda la realidad en la que estamos inmersos, de materia y espíritu, que la materia es inferior y debe estar al servicio del espíritu, y que este debe dominarla.

Quedan así reemplazadas las concepciones animistas y panteístas presentes en todas las culturas (y vivas aún hoy con fuerza en, por ejemplo, el sintoísmo japonés), donde se defiende que el universo, la naturaleza y dios, eran la misma cosa, que la naturaleza es sagrada y que somos simplemente una especie más en el planeta.

Nietzsche denunció que la nostalgia permanente de ese otro mundo espiritual, solo servía para ignorar y despreciar el mundo que realmente existe, como alguien que, insatisfecho con su hogar, se inventa otro imaginario y se olvida de cuidar el único que tiene. Con el resultado de un desapego y una creciente ignorancia de la naturaleza.

Así, se impone la idea de que el progreso consiste en vencer (y explotar) a la naturaleza, de que el cuerpo humano es materia, y por tanto pecaminoso y sus deseos y necesidades deben ser reprimidas.

Todo gira alrededor del uso y provecho que –egoístamente- podemos obtener de la naturaleza y en buena medida de nuestros semejantes.

Se dice a veces de nuestra sociedad que es muy estética, pero eso no es cierto en absoluto: lo que reina en nuestra civilización es la superficialidad.
Apreciar la belleza de manera consciente implica objetividad: mirar al objeto, animal o persona por lo que es y no por lo querríamos que fuese, y no instrumentalizar, es decir, contemplar sin considerar el uso o el provecho que podamos hacer de él. De lo contrario el resultado será una apreciación superficial. Alguien podría argumentar que en estética cada cual es libre de hacer lo que le apetezca y que, si uno prefiere tener experiencias estéticas banales, irrelevantes o parciales, está en su pleno derecho. Puede en parte ser cierto, pero sin embargo, las valoraciones estéticas superficiales implican a veces consecuencias más graves de lo que podríamos pensar.

Si diseñamos objetos que placen a nuestros sentidos, pero que resultan perjudiciales para el medio ambiente, nuestras preferencias estéticas tienen consecuencias y por tanto deberíamos ser responsables y examinarlas de manera crítica.
De hecho, no es difícil percatarse de que en nuestra civilización predominan algunos estilos estéticos superficiales que se nos imponen diariamente desde empresas multinacionales, medios de comunicación, redes sociales y el comportamiento que vemos a nuestro alrededor. Y algunos de ellos son terriblemente dañinos.
Pensemos, por ejemplo, en cómo las grandes multinacionales de la alimentación, tanto de la producción como de la venta, han generado un estilo estético superficial. Cuando vamos a un supermercado, encontramos la fruta y la verdura perfectamente ordenada; cada tipo de fruta se encuentra separada y las piezas están colocadas en filas o montones bien dispuestos.
Todas las piezas son similares en tamaño y forma y presentan una apariencia lisa y limpia. Todas las manzanas son iguales. Todas las peras son iguales. Todas las berenjenas son iguales. Todas las zanahorias son iguales. La mayoría de la gente se acostumbra a ese estilo estético y le gusta: todo está ordenado y clasificado, pulcro y limpio. Todo es homogéneo, nada desentona.
Ese estilo estético tiene un precio: si una pieza es un poco más grande o un poco más pequeña, si está torcida, si tiene una forma diferente, si presenta una rozadura, un golpe o una mancha, sería perfectamente comestible, pero no encaja en la apariencia deseada y por tanto no puede venderse en el supermercado.
La fruta y verdura que se descarta por criterios estéticos es a veces triturada para hacer zumos o sopas, pero otras veces va a la basura, lo que supone un derroche de comida y de los recursos naturales que se han utilizado para cultivarla.
Además, uno de los efectos perniciosos de este estilo estético es que transmite a los consumidores el mensaje de que lo único importante es el aspecto externo. Sin embargo, para realizar una apreciación estética profunda de esas manzanas que compramos en el supermercado deberíamos saber dónde han sido cultivadas, de qué manera se han gestionado los recursos naturales para producirlas, en qué condiciones han trabajado los agricultores, qué distancia han recorrido las manzanas hasta llegar al supermercado y si los dependientes que las han colocado en filas tan bien ordenadas han cobrado un sueldo decente.
Cuando en el supermercado encontramos unas manzanas doradas y brillantes, en una primera impresión podemos pensar que merecen un juicio estético positivo. Pero si las han cultivado utilizando pesticidas, herbicidas y abonos artificiales que dañan la tierra y a sus habitantes, si las han recogido trabajadores mal pagados y mal tratados, si han llegado a España desde América del Sur después de atravesar el Atlántico en un carguero que ha ido contaminando el mar a su paso, la conclusión será que esas manzanas no pueden ser apreciadas estéticamente de una forma positiva porque su proceso de cultivo y traslado ha generado cualidades sensoriales que merecen un juicio negativo. En su cultivo y en su transporte apreciamos fealdad, esa fealdad que es manifestación del dolor y también de la destrucción.
Por tanto, para apreciar estéticamente una manzana, no cuenta tan solo el aspecto externo de la fruta que nos encontramos en el supermercado, porque eso es solo una parte de la historia. Hay que tener en cuenta la historia entera y, si esa manzana aparentemente bonita se ha producido y transportado generando fealdad, entonces no merece ser valorada estéticamente en términos positivos. Si en cambio compramos manzanas a productores locales ecológicos que cultivan la naturaleza con respeto y dan a sus trabajadores condiciones dignas, la experiencia estética es más positiva, aunque las manzanas sean irregulares o tengan alguna mancha. Lo importante es entender que la belleza de las manzanas no depende solo de su aspecto, sino también de su historia. Cuando conocemos el lugar donde son cultivadas, cuando vemos la floración del árbol y cómo crece la fruta, eso es mucho más intenso que encontrarse las manzanas tan bien ordenadas en el supermercado. Por otro lado, es fundamental plantearse por qué necesitamos que todas las manzanas y zanahorias sean iguales. El criterio de homogeneidad puede responder a cuestiones prácticas relacionadas con el envasado y el transporte, pero acaba imponiendo un ideal estético de uniformidad cuando la riqueza de la naturaleza consiste en su diversidad.

Otro ejemplo de estilo estético superficial es el que trata al objeto como un instrumento estético, es decir, lo reduce a su mera apariencia externa y a una función ornamental. Según hemos explicado más arriba, una apreciación estética profunda implica precisamente no instrumentalizar, sino respetar el objeto contemplado. En cambio, los estilos estéticos superficiales reducen el objeto a un mero instrumento cuya utilidad consiste en adornar, como si de él solo tuviera valor el placer estético que nos proporciona.
Este tipo de estéticas superficiales pueden ser muy dañinas, especialmente cuando se aplican a la naturaleza y, sobre todo, a seres vivos. Pensemos en el uso de animales como si fueran ornamentos. Esa estética superficial también afecta a nuestra identidad, la manera como nos conocemos y valoramos a nosotros mismos y a otros seres humanos.

Un ejemplo claro es el código de apariencia que nuestra civilización dicta a las mujeres. Ese código nos lo impone una inmensa industria con multinacionales que invierten millones de euros en publicidad, pero también instituciones sociales, culturales y religiosas. De difundirlo se encarga diariamente la prensa, entre la que encontramos canales de televisión, revistas y blogs dedicados exclusivamente a «aconsejar» a las mujeres sobre su apariencia y que disfrutan además del eco infinito de las redes sociales. Pero también la prensa considerada seria, que alterna las noticias de actualidad con consejos de maquillaje. Solo hace falta fijarse en cómo buena parte de esa prensa supuestamente seria informa acerca de las mujeres que ostentan cargos políticos, que son artistas, científicas o empresarias en comparación con cómo informa sobre los varones. Cuando ellas son noticia, lo fundamental no es lo que hacen o dicen, sino cómo van vestidas y peinadas, si llevan un look original, dónde compran las joyas o, por extensión, cómo visten a sus hijos o decoran sus casas.
Desde todos esos lugares se recuerda diariamente a las mujeres que deben mostrarse jóvenes, delgadas, con piel lisa y perfecta, maquilladas, con cabelleras perfectamente cuidadas, depiladas, con ropa que encaje en una lista de estilos perfectamente predeterminados, complementos a juego, sonrientes con dientes muy blancos y sobre todo con actitud suave, amable y servicial, que encaje en las subcategorías de la joven sexy, la azafata simpática o la madre cuidadora.
Al imponer ese estilo superficial a las mujeres, nuestra civilización las concibe básicamente como un cuerpo que debe tener una apariencia placentera para la mirada masculina heterosexual. Esa persistente reducción de las mujeres a su aspecto externo, con la que son bombardeadas a todas horas desde la infancia, acaba teniendo un peso enorme en la vida de muchas de ellas, que invierten una gran cantidad de tiempo, dinero y preocupación en acercarse al ideal que se les prescribe. Las mujeres son educadas para convertirse en instrumentos estéticos, para ser meras apariencias, para ofrecer placer a los varones que las miran. Las mujeres son educadas para ser miradas y no para erigirse en sujetos que miran el mundo, que lo analizan y lo contemplan.

Como tantas pensadoras feministas han denunciado, las mujeres son educadas para que se conviertan en modelos y en musas, no en artistas y en filósofas. Pero ese estilo trivial también daña a los varones, que son educados para apreciar lo superficial y no lo profundo; cuando reducen a las mujeres a meras apariencias agradables, también reducen su propia capacidad de comprender y apreciar la humanidad y, en general, el mundo que habitan.

Una sociedad donde la estética fuera realmente importante desarrollaría una cultura más profunda, creativa y diversa.
Con eso no pretendo afirmar que la belleza de las personas solo se encuentre en su interior ni rechazar cualquier apreciación estética de su aspecto externo. No debemos confundir una apreciación superficial del cuerpo con una apreciación profunda, ni creer que toda estética es por definición superficial, porque entonces solo podríamos elegir entre el estilo estético trivial que se nos impone o una renuncia a la estética. Y la estética puede proporcionarnos experiencias de gran profundidad.

Previsualitza(s’obre en una pestanya nova)

Necesitamos reivindicar una apreciación del cuerpo que no sea banal

Nuestra civilización amenaza con destruir una riqueza que la mayoría de las personas ni siquiera sospecha que existe.
…”

Deixa un comentari